El
viaje en el tren era lo de menos, su vestido, su maquillaje, su
cabello, su perfume, todo lo que ella había preparado con suma
cautela había quedado reducido a un breve suspiro tras media hora de
trayecto. En el incómodo asiento donde reposaba su nerviosismo, el
tiempo transcurría despacio y sus latidos iban tan rápido como la
velocidad a la que ella se sentía disparada hacia algo que había
estado esperando durante mucho tiempo.
Conocía
muy bien aquella sensación de inquietud, podía ser devastadora,
pero no podía permitirlo, era la primera vez que iba a verle y no
quería estropearlo hablando demasiado, o estando demasiado tímida,
o tal vez demostrando lo mucho que le importaba tenerle frente a
frente por fin, después de meses enviándose cartas por correo
electrónico.
Sabía
muy bien lo poco atractiva que era, y que él no se fijaría en ella
por su belleza, ni tampoco por su cuerpecillo frágil y flácido,
además se sentía bastante poco para un hombre tan grande, al que
admiraba tanto.
Recordó
aquella vez en que quedó con quien iba a ser su primer novio hacía
algunos años, cuando le quedaban unos meses para cumplir los
diecisiete. El ya contaba con veinte años y parecía interesante, ya
no vivía con sus padres y era un artista, pero fue todo un desastre,
ninguno de los dos pronunció palabra y la cena fue totalmente
silenciosa. Cada vez que intentaba hablar con él le entraba hipo y
él no lograba mirarla a la cara, así que no apartó su mirada de su
plato.
Cuando
por fin él se decidió a preguntarle cómo se lo había pasado, un
enorme trueno se hizo con el poder de su garganta y salió directo
como un rugido espantoso que acabó por arruinar la velada por
completo.
Y
es que Mario no era precisamente el novio ideal, nunca lo habría
podido ser, pero ella había decidido darle una oportunidad, “craso
error” que le costó meses más tarde arrepentirse de haber sido
tan considerada con alguien con quien no tenía nada en común sólo
por su fascinación hacia su arte.
Su
historial con los hombres no era demasiado bueno. Primero el pintor
artístico, Mario el bohemio adinerado que la llevaba a exposiciones
vestido como si no tuviera solvencia suficiente para comprarse unos
pantalones decentes, y con el pelo perfumado con el ayuno de varias
semanas de un lavado en condiciones.
- Me gusta emanar este aroma a hombre – le decía orgulloso e incrédulo ante el sugerente reproche de ella, cada vez que , entre palabras increíblemente diplomáticas, trataba de hacerle entender que se lamentaba de su rancio perfume emanado por la habitación, acompañado de su atuendo pintoresco, e incluso en ocasiones tan aciago como lo podía llegar a ser un estercolero .
Y
es que a Tania le gustaban mucho los hombres con personalidad,
diferentes, de esos que llaman la atención porque van contra la
corriente, porque luchan por un mundo mejor, porque conectan con su
alma y se expresan sin tapujos, sin miedos, sin vergüenza, sin
embargo, nunca daba con ninguno que estuviera cuerdo, o que se
mostrara inteligente además de apasionado por cambiar la realidad en
la que vivimos. Mario era un hombre que no conocía la higiene y que
usaba su dinero, bueno, más bien el dinero de su padre, para comprar
cervezas y conseguir el reto de enfadarle cada día un poco más,
gastándolo en apuestas con sus amiguetes, o en equipos de música, o
en largas estancias en apartamentos en el extrangero con sus colegas,
esos que compartían las mismas costumbres infectas que él.
Tania
nunca entendió cómo podía haber salido con él si parecía más un
mueble adquirido como adorno para él que una pareja, de hecho, no
llegó a acostarse con él por dos motivos muy evidentes, uno debido
a que la distancia que la mantenía a salvo del desmayo no le
permitía ni siquiera abrazarle, y otro su homosexualidad no
aceptada, motivo por el cual nunca mostró interés sexual por ella.
Aquello
seguramente había sido una pesadilla de su adolescencia, una entre
unas cuantas, claro, porque ese fue su primer novio, pero el segundo
tampoco fue muy especial.
Continuaba
en el tren pensando en sus anteriores parejas, imaginando que aquel
hombre con el que se iba a reunir en breve podía ser ese ideal que
tanto había soñado.
Ya
sólo quedaban tres paradas, sólo diez minutos para verle, y
realmente estaba muy agitada. Estaba sentada y sus piernas
flaqueaban, sus manos temblaban, y le faltaba la respiración,
necesitaba distraerse y la música que escuchaba con sus auriculares
no la relajaba. Debería volver a evocar los recuerdos de aquellos
tiempos en los que sus citas eran una ruina, pues la verdad es que no
había tenido demasiada suerte.
Se
acordó de Joan, aquel muchacho catalán que conocío en su viaje a
Ibiza, ese que podría haber sido su gran amor y que se convirtió en
otra pesadilla, y de Fermín, el informático obsesionado con los
ordenadores que estaba siempre ante la pantalla aunque ella se
vistiera con la lencería más exótica y sensual que había
encontrado y comprado exclusivamente para conseguir levantar la moral
de su pareja.
También
recordó la primera cita con Pedro, un colombiano con el que supo lo
que no querría nunca que le sucediera a ninguna mujer en la vida,
tener sexo y sentir lo mismo que se siente cuando estás anestesiado
de cintura para abajo, en fin, si un mono hubiera venido a hacerle
cosquillas en los pies hubiera sido más agradable y placentero que
lo que aquel pesonaje consiguió en cada uno de los intentos sexuales
que tuvo para averiguar si lo podía hacer aún peor o no.
Nada
que ver con Francesco, con el que sólo podía repetir la misma frase
cada vez que venía y le susurraba todo lo que iba a hacerle en el
oído, “mamma mia!”, el italiano sabía todos los puntos que
tenía que tocar, todas las letras del abecedario estaban para él
escritas en la piel de Tania para ser activadas en una oleada de
placer que ella no sabía controlar, es más, no quería interrumpir
nada de lo que aquellas manos conseguían hacerle sentir con su magia
sexual. Sin embargo Francesco era demasiado aficionado a tocar
letras, y las tocaba con sus amigas, con las amigas de sus amigas,
con las vecinas y con las madres de las amigas y de las vecinas, todo
un seductor sin límites, conocedor del cuerpo de la mujer, poeta del amor y del erotismo, al que Tania recordaba en aquel momento con un “ay, dio mio, Francesco, non ho
parole!”.
La
voz que anunciaba la llegada a la estación de Barcelona acababa de
retumbar en el pecho de Tania. Ya había llegado el momento.
Aquel
hombre era diferente, pero todavía no estaba convencida de que su
fortuna hubiera cambiado y de lograr encontrar a su alma gemela
después de tantos intentos.
Bajó
del tren, el andén era oscuro y estaba invadido de gente corriendo
con prisas, como si se les fuera la vida en cada gesto, como si
llegar tarde les pudiera suponer perderlo todo. Se acercó a las
escaleras mecánicas y, firme y decidida, se dispuso a subir por
ellas.
El
día estaba bien soleado y en la ciudad se sentía siempre conectada
a su esencia, llena, feliz, así que ese día iba a ser especial, lo
sabía.
Allí
estaba la plaza de Cataluña, y se acordó entonces de un gran amor
que tuvo, un muchacho que iba en bicicleta a trabajar, alguien con
quien supo lo que era la complicidad, la verdadera esencia del amor,
alguien de quien se enamoró profundamente y que dejó ir cuando ese
enamoramiento se desvaneció de ella sin otro culpable que la rutina,
la falta de espacios conjuntos, la falta de conexión entre ambas
almas.
Con
él aprendió mucho, creció, supo amar, pero no consiguió nunca que
su amor se manifestara a través de sus dos almas, a pesar de su gran
afinidad mental y emocional, nunca pudo cubrir del todo el vacío que
ella sentía al no lograr tocarle en su ser, al no lograr comunicarse
con su esencia más allá de sus muros.
Por
un instante le añoró, pero después recordó a qué había venido.
Alan, el apuesto hombre que tantas veces le había escrito estaría
allí, esperándola.
Un
hombre vestido con una chaqueta marrón y un pantalón negro la
esperaba en la puerta del centro comercial. Su cabello negro y liso,
peinado hacia un lado de un modo muy elegante, le llegaba casi por
encima del hombro. A ella le atraían mucho los hombres con el pelo
largo y eso era un punto muy a su favor. Sus ojos azules la
fulminaron nada más conectar con ellos, hasta el punto de tener que
apartar la mirada para no ruborizarse. Y su sonrisa, su sonrisa la
enamoró por completo, como en un flechazo.
- Hola, Alan, ¿qué tal?
- Hola, Tania – le dijo dándole dos besos. ¿Te parece bien que vayamos a comer? Hice una reserva en un restaurante que está cerca de aquí.
- Sí claro, perfecto, vamos...
Lo
que sucedió después fue que el tiempo se paró, todas las
anteriores citas se borraron de su mente, su cuerpo experimentó el
amor en cada partícula, su alma se abrazó al alma de Alan, y sus
miradas se entrelazaron hasta hacer el amor en un instante eterno.
Pero
Tania es Tania, y su enamoramiento se tradujo en inseguridad, en
miedo al rechazo, y cuando supo que no era su tipo de mujer, cuando
él le habló de su vida, se dio cuenta de que sólo ella le había
amado, sólo ella le había tocado el alma y sólo ella se había
entregado en cada mirada.
Así
que, pensando en lo que se perdería si él no se sentía atraído por ella y en lo guapo que era e imaginando cómo estaría Alan si se quitara aquella camisa
blanca que tan bien le quedaba, su subconsciente la traicionó y, en
un gesto torpe, tiró el café sobre dicha camisa achicharrando el
pecho del pobre hombre.
- Deja que te limpie – le dijo mientras trataba de echarle agua en la mancha.
- No, tranquila, no te preocupes, voy al servicio y lo arreglo.
- No, no, ha sido culpa mía, déjame ayudar, por favor.
Y
de nuevo el desastre se hizo presente cuando la exitación de ella
consiguió que el agua tomara protagonismo al caer por todo el pecho
de Alan, provocando un subidón de calor en Tania de tal magnitud que
el agua acabó también en su entrepierna. Ante tal exceso ella se
apresuró en tratar de secar la humedad en aquel delicado lugar,
justo cuando uno de los camareros se acercaba a traer la cuenta.
El
rostro de Alan sería de película de dos rombos si nos remontáramos a
los tiempos en los que la televisión era en blanco y negro, y el
refinado camarero estaba escandalizado pensando en algo que seguramente le
hubiera gustado experimentar él en su persona.
Si
a eso le sumas que con el movimiento del frotamiento, el escote del
ligero vestido de Tania dejó entrever algo más que el inicio de sus
pechos, bueno, creo que la situación habla por sí sola.
No
fue tan espantoso como parece, tal vez a Alan le gustaran las atentas
friegas que Tania le hizo para aliviar la situación, pues esa sólo
fue la primera de muchas citas, aunque, que quede entre nosotros, no
fue la más desafortunada.
Y
es que el amor a primera vista a veces necesita un poquito de
ayuda...ya me entendéis...
Tal
vez el encuentro con tu alma gemela no sea como en las novelas
románticas, tal vez pase frente ti sin que te des cuenta, o tal vez
te derrame una taza de café en tu camisa preferida, o simplemente
puede que un día tengas con ella una cita tan desastrosa que no
quieras volver a verla, pero es cierto que Tania la halló aquel día
y, contra todo pronóstico, se volvieron a ver y repitieron escenas
como aquella hasta que un día se dieron cuenta de que nada les podía
separar, ni siquiera una situación embarazosa.
Eva
Vera Vitae.
(Arael)